“Una de gambas y otra de comprimidos”

Una pérdida de salud a plazos contrapone el deseo de hacer todo aquello que uno quiere y no puede; es decir, la frustración. ¿Cómo limitarse y decir ¡no! a uno mismo? La traición que gestiona nuestro propio cuerpo, genera conciencia de edad, de no ser quien uno era: pasar de “atleta de competición” a “profesor de educación física”, como si nada hubiera cambiado.

Giro de 180º y la sabiduría de admitir que somos finitos, de planificar y jerarquizar nuestras limitaciones. Eso sí, con la incongruencia de sentirnos culpables por nuestros achaques y, a la vez, rebeldes ante la incomprensión que supone haber puesto todos los medios para preservar la salud y, no obstante, caer en la enfermedad vía correo certificado urgente. Entran ganas de acogerse a un masoquismo intelectual que nos compense de nuestra propia incomprensión.

¿De qué sirve poner los medios si el resultado no es concluyente? Al menos (y esa es la tentación) que uno pueda acogerse al axioma liberticida (que no libertino) del “que me quiten lo bailado” Porque este otro baile que la enfermedad nos baila, es para el resto de nuestra vida.

Pero bueno, si uno no se consuela es porque no quiere, siempre hay un peor pastillero, incapacitante y comparativo que pueda remitirnos al famoso “mal de muchos, consuelo de tontos” 

Así pues, ¿con qué música nos quedamos? Hagas lo que hagas, ahí está la fatalidad de un destino genético y familiar. Por otra parte, subsiste la esperanza de un premio (en forma de salud) por ser alumno aventajado en recomendaciones sanitarias y seguimiento (con opción a matrícula) de la dieta mediterránea.

Difícil elección o, mejor dicho, estúpido maniqueísmo coyuntural de sociedad de consumo. Y el que quiera alardear, que alardee. Al fin y al cabo, las cepas víricas seguirán con sus añadas de solera y sus caldos reserva en las barricas marginales de barrios insalubres del tercer mundo.